Neu! (1971-1975): Michael Rother y Klaus Dinger.
SEÑALES DE HUMO (2012)
Krautopía artificial
Estirado
en el tiempo y sometido a un fin prolongado, el krautrock vive horas altas en
ciertos círculos, alimentado por la contradicción de que su modernidad es
suficientemente resistente para inmunizarse contra la banalización posmoderna.
Jaime Gonzalo opina sobre esa gran contradicción.
En un divertido artículo de
Jesús Brotons publicado en la edición digital de ‘Vice’ –“10 trucos para
dárselas de listo en las entrevistas”, se titula–, figura el siguiente consejo
a las bandas noveles: “Memoriza
los nombres de cuatro ignotos grupos de rock alemán setentero, da igual que no
los hayas escuchado, y menciónalos en todas las entrevistas, sin olvidarte de
añadir la coletilla ‘infravalorados’. Si el periodista está un poco al loro y
te corrige diciendo que tal grupo no era alemán sino checo, pon cara de póquer
y responde que la música no conoce fronteras”. Ah, el rock alemán setentero o
krautrock, qué paradoja. A mediados de los setenta, ya tardíamente, se puso de
moda en España –básicamente en su modalidad más populista, esto es, Tangerine
Dream y Kraftwerk– cuando Ariola, Hispavox y otras discográficas empezaron a
publicar aquí referencias germanas, licenciadas a sellos que, como Virgin o
United Artists, distribuían en nuestro país. O sea, por cláusula contractual y
a rebufo del éxito que el asunto había amasado en Gran Bretaña, especialmente a
través de “Phaedra” (1974) de Tangerine Dream, copón bendito del kosmische o
planeante. Si los que comercializaban aquí esos discos tan extraños actuaban
movidos por la inercia empresarial, quienes los compraban tampoco tenían del
todo claro por qué razones lo hacían. Lo normal era que la mayor parte del
personal te reconociera en secreto que ni los entendía ni le gustaban.
“Can eran la leche”, posible declaración de Thurston Moore.
Llegó luego el punk, la nueva ola y todo aquello, y a los listos
les faltó tiempo para meter el krautrock en el mismo saco que el rock sinfónico
y el progresivo, dictaminándolo demodé, coñazo supino. Que te gustara el kraut,
que lo disfrutaras, acabó tan mal visto como escupirle a tu padre en las
encías. Durante los ochenta, desprecio e ignorancia acompañaron al rock teutón
hacia su nominación oficial de género apestado. Cuándo empezó a cambiar esa
percepción, no sabría precisarlo, pero seguramente fue a raíz de alguna
declaración de Thurston Moore o uno de esos diciendo que Can eran la leche. La
cuestión es que en la zarabanda posmoderna lo que no procede es desentenderse
del asunto, catear la materia. No hay mal que por bien no venga, si así se
descubre lo mucho que de notable y excepcional se terció en ese ámbito. Pero
otra cosa es crear falsas expectativas a partir de su rehabilitación, y la
indulgencia con que tanto músicos como público asumen las consecuencias de
esta.
Decía uno de los entrevistados en el documental de la BBC
“Krautrock. The Rebirth Of Germany” (2009) que sí, que estaba muy bien que los
jóvenes redescubrieran los clásicos de la susodicha escena, pero que no por eso
aquellos tiempos iban a volver. Claro está, hablaba no tanto en términos de
condiciones socioculturales como de productividad creativa. Dejando a un lado
la dudosa necesidad de revivir tiempos pasados, me hace pensar esa reflexión en
el triste saldo arrojado por las experiencias que aquí en España hemos podido
mantener cara a cara con ese género. Remontándonos a la actuación conjunta que
Amon Düül II y Can ofrecieron en 1977 en Badalona, y que en ambos casos resultó
decepcionante, todas han devenido fiascos: Faust (en la versión comandada por
Hans-Joachim Irmler), Michael Rother (solo o reviviendo a Neu! con Steve
Shelley), Damo Suzuki, Embryo... incluso Stockhausen, que se limitó a darle al
botón de play.
Salvo Moebius & Roedelius, juntos o por separado, y Kraftwerk, que si no
geniales estuvieron la mar de entretenidos en su primera visita, el kraut que
aquí hemos testimoniado se ha demostrado vulgar y falto de imaginación, fruto
de músicos que, acomodados en su reputación, han perdido todo vestigio de
inquietud y experimentación, dos de las características fundamentales del rock
alemán de vanguardia.
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Michael Rother
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Jaki Liebezeit
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Michael Rother
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Jaki Liebezeit
Rother (Neu!) y Liebezeit (Can), en pleno siglo XXI.
Rother (Neu!) y
Liebezeit (Can), en pleno siglo XXI.
Del alcance de los hallazgos artísticos obtenidos en su cosecha
original da medida que, todavía a fecha de hoy, se pueda mantener el kraut con
vida artificial –ya no hablo de sus imitadores y copistas–, pero sobre todo que
sus supervivientes alcancen a hacer lo propio incluso resolviéndose incapaces
de justificar el prestigio que en el pasado se labraron. Tan ordinarias han
sido sus comparecencias españolas que, de no venir etiquetados como leyendas krautrockers,
de haber actuado anónimamente sin mostrar el pasaporte, difícilmente habrían
reparado en ellos esos músicos, y no pocos críticos, que ahora barajan sus
nombres a la primera de cambio. Todo lo contrario a lo que sucedía antaño, en
la actualidad sobran razones y conocimiento de causa para consumir krautrock,
pero no está claro qué es lo que resta de krautrock en lo que como tal se nos
vende. Ni ignoto ni infravalorado, en líneas generales el kraut sigue pasando
por moderno cuando en realidad se ha reducido a sí mismo a insípida antigualla,
incapaz tanto de reproducir su esencia primigenia como de generar nuevo
material a la altura de sus credenciales. No hay por qué engañarse: la mejor
manera de preservarlo sigue siendo hacerlo en la memoria, en aquellos discos,
más o menos capitales, que en su momento produjo. Lo demás es ayudar a sus
responsables a vivir de rentas, que a pesar de lo mucho que lo merecen, no los
dignifica, precisamente.
Publicado en la web de
Rockdelux el 27/7/2012