sábado, 12 de abril de 2014

La ficción del krautrock

Krautopía artificial, La ficción del krautrock
Neu! (1971-1975): Michael Rother y Klaus Dinger. 

SEÑALES DE HUMO (2012)

Krautopía artificial

Estirado en el tiempo y sometido a un fin prolongado, el krautrock vive horas altas en ciertos círculos, alimentado por la contradicción de que su modernidad es suficientemente resistente para inmunizarse contra la banalización posmoderna. Jaime Gonzalo opina sobre esa gran contradicción.
En un divertido artículo de Jesús Brotons publicado en la edición digital de ‘Vice’ –“10 trucos para dárselas de listo en las entrevistas”, se titula–, figura el siguiente consejo a las bandas noveles: “Memoriza los nombres de cuatro ignotos grupos de rock alemán setentero, da igual que no los hayas escuchado, y menciónalos en todas las entrevistas, sin olvidarte de añadir la coletilla ‘infravalorados’. Si el periodista está un poco al loro y te corrige diciendo que tal grupo no era alemán sino checo, pon cara de póquer y responde que la música no conoce fronteras”. Ah, el rock alemán setentero o krautrock, qué paradoja. A mediados de los setenta, ya tardíamente, se puso de moda en España –básicamente en su modalidad más populista, esto es, Tangerine Dream y Kraftwerk– cuando Ariola, Hispavox y otras discográficas empezaron a publicar aquí referencias germanas, licenciadas a sellos que, como Virgin o United Artists, distribuían en nuestro país. O sea, por cláusula contractual y a rebufo del éxito que el asunto había amasado en Gran Bretaña, especialmente a través de “Phaedra” (1974) de Tangerine Dream, copón bendito del kosmische o planeante. Si los que comercializaban aquí esos discos tan extraños actuaban movidos por la inercia empresarial, quienes los compraban tampoco tenían del todo claro por qué razones lo hacían. Lo normal era que la mayor parte del personal te reconociera en secreto que ni los entendía ni le gustaban.

Krautopía artificial, La ficción del krautrock
“Can eran la leche”, posible declaración de Thurston Moore. 
Llegó luego el punk, la nueva ola y todo aquello, y a los listos les faltó tiempo para meter el krautrock en el mismo saco que el rock sinfónico y el progresivo, dictaminándolo demodé, coñazo supino. Que te gustara el kraut, que lo disfrutaras, acabó tan mal visto como escupirle a tu padre en las encías. Durante los ochenta, desprecio e ignorancia acompañaron al rock teutón hacia su nominación oficial de género apestado. Cuándo empezó a cambiar esa percepción, no sabría precisarlo, pero seguramente fue a raíz de alguna declaración de Thurston Moore o uno de esos diciendo que Can eran la leche. La cuestión es que en la zarabanda posmoderna lo que no procede es desentenderse del asunto, catear la materia. No hay mal que por bien no venga, si así se descubre lo mucho que de notable y excepcional se terció en ese ámbito. Pero otra cosa es crear falsas expectativas a partir de su rehabilitación, y la indulgencia con que tanto músicos como público asumen las consecuencias de esta.
Decía uno de los entrevistados en el documental de la BBC “Krautrock. The Rebirth Of Germany” (2009) que sí, que estaba muy bien que los jóvenes redescubrieran los clásicos de la susodicha escena, pero que no por eso aquellos tiempos iban a volver. Claro está, hablaba no tanto en términos de condiciones socioculturales como de productividad creativa. Dejando a un lado la dudosa necesidad de revivir tiempos pasados, me hace pensar esa reflexión en el triste saldo arrojado por las experiencias que aquí en España hemos podido mantener cara a cara con ese género. Remontándonos a la actuación conjunta que Amon Düül II y Can ofrecieron en 1977 en Badalona, y que en ambos casos resultó decepcionante, todas han devenido fiascos: Faust (en la versión comandada por Hans-Joachim Irmler), Michael Rother (solo o reviviendo a Neu! con Steve Shelley), Damo Suzuki, Embryo... incluso Stockhausen, que se limitó a darle al botón de play. Salvo Moebius & Roedelius, juntos o por separado, y Kraftwerk, que si no geniales estuvieron la mar de entretenidos en su primera visita, el kraut que aquí hemos testimoniado se ha demostrado vulgar y falto de imaginación, fruto de músicos que, acomodados en su reputación, han perdido todo vestigio de inquietud y experimentación, dos de las características fundamentales del rock alemán de vanguardia.

·         Michael Rother
·         Jaki Liebezeit
·         Michael Rother
·         Jaki Liebezeit
  • Michael Rother
  • Jaki Liebezeit
Rother (Neu!) y Liebezeit (Can), en pleno siglo XXI.
Rother (Neu!) y Liebezeit (Can), en pleno siglo XXI.

Del alcance de los hallazgos artísticos obtenidos en su cosecha original da medida que, todavía a fecha de hoy, se pueda mantener el kraut con vida artificial –ya no hablo de sus imitadores y copistas–, pero sobre todo que sus supervivientes alcancen a hacer lo propio incluso resolviéndose incapaces de justificar el prestigio que en el pasado se labraron. Tan ordinarias han sido sus comparecencias españolas que, de no venir etiquetados como leyendas krautrockers, de haber actuado anónimamente sin mostrar el pasaporte, difícilmente habrían reparado en ellos esos músicos, y no pocos críticos, que ahora barajan sus nombres a la primera de cambio. Todo lo contrario a lo que sucedía antaño, en la actualidad sobran razones y conocimiento de causa para consumir krautrock, pero no está claro qué es lo que resta de krautrock en lo que como tal se nos vende. Ni ignoto ni infravalorado, en líneas generales el kraut sigue pasando por moderno cuando en realidad se ha reducido a sí mismo a insípida antigualla, incapaz tanto de reproducir su esencia primigenia como de generar nuevo material a la altura de sus credenciales. No hay por qué engañarse: la mejor manera de preservarlo sigue siendo hacerlo en la memoria, en aquellos discos, más o menos capitales, que en su momento produjo. Lo demás es ayudar a sus responsables a vivir de rentas, que a pesar de lo mucho que lo merecen, no los dignifica, precisamente. http://www.rockdelux.com/files/pics/end.gif
Publicado en la web de Rockdelux el 27/7/2012


Secuelas del punk

Secuelas del punk, Una costosa inversión
¿El cinismo de Johnny Rotten sepultó la música de los setenta?

SEÑALES DE HUMO (2013)


Una costosa inversión

El punk, el oficial, el del 77, quiso acabar con la divinización del artista, entre otras ambiciones igualmente loables y malogradas, pero también sembró muchos malentendidos y practicó injustas purgas. En el saco de los dinosaurios a depurar, se introdujo con ellos toda una serie de valores que, si en algunos casos respondían a la celebración del exceso, en muchos otros contribuían al crecimiento intelectual del rock. Un prejuicio que el bumerán de la historia, parece, está empezando a desterrar.
Afirmaba el marxismo que una convicción popular tiene a menudo la misma energía que una fuerza material. A su vez, una convicción popular, decía el nacionalsocialismo en voz de Goebbels, podía consolidarse sobre un engaño mil veces repetido. Uno de los mayores embustes en la historia del rock, y una de las más firmes creencias populares de él emanada, fue el formulado por la psicología de masas de la industria discográfica para justificar el punk, ese cisma que no era sino un pretexto con el que efectuar un reajuste de plantilla, jubilando a aquellos obreros que, envejeciendo, entraban en conflicto con el axioma básico de la Gran Estafa del Rock and Roll: los intérpretes de dicha música solo podían preciarse de auténticos si eran nuevos y jóvenes. Una mitología de la edad con la que, a través de la inexperiencia de la juventud y la celeridad con que esta debía ser repostada, había introducido en el rock una poderosa cláusula de control sobre sus trabajadores, perdón, artistas, eternos becarios de quita y pon con quienes simular una energía teórica.
A mediados de los setenta, cuando se cocía el punk, los veteranos de la década hippy no revestían desde luego novedad alguna, pero no por ello podía afirmarse, en muchos casos, que sus reservas creativas estuvieran agotadas. Tampoco eran jóvenes, o no lo eran tanto, encontrándose en la treintena, una edad que da para muchos resabios, pero distante todavía de la madurez. Es decir, no habían caducado ni por antiguos ni por viejos, y convivían comercialmente con lo progresivo, lo sinfónico, el glam y el jazz-rock, que sin ser exactamente novedades lo parecían. Sin embargo, de esas quintas, solo aquellos económicamente empoderados, o los más camaleónicos, resistirían el embiste de la nueva mitología que traía consigo el punk, esto es, la exterminación de los genéricamente llamados dinosaurios. O sea, todo lo fechado con anterioridad a los Sex Pistols, o casi.

Secuelas del punk, Una costosa inversión
Descubrir la música de Atomic Rooster puede ser una sorpresa.

De no terciar la dinámica industrial, ¿el relevo de consumidores efectuado con la llegada a la adolescencia de los primeros babyboomers de los sesenta habría precipitado esa exclusión por sí misma? La historia nos demuestra que la mayoría de las transformaciones acaecidas en el rock y el pop lo han sido no a causa de un impulso popular, sino como consecuencia de decisiones tomadas en despachos, determinando no solo la longevidad de una corriente musical, sino suprimiéndola de la memoria colectiva cuando así ha convenido o, como hizo el punk, poniendo en contra suya a sucesivas generaciones al hacer de ella una némesis de la tendencia imperante. La purga cultural que desacreditaba al rock de los setenta por fósil y pretencioso, por ejemplo, haría estragos con varias promociones instruidas en la convicción de que se vive mejor ignorando que conociendo, pues creyeron que en aquella década todo fue ABBA, Genesis y Emerson, Lake & Palmer.
Durante años he tratado con aficionados programados en el dogma punk que a la corta o a la larga han acabado investigando por su cuenta y descubriendo tanto fuentes originales como sucedáneos posmodernos de garage, psicodelia, rockabilly, heavy metal, country, folk y otras músicas anteriores al imperdible, pero casi nunca aquellas de los setenta que todavía se consideran anatema, especialmente las más complejas y, por lo tanto, las menos cómodas. Tozuda excepción en un marco conservador, el del rock, que, si se retroalimenta con los prejuicios que promueve, también está condenado a revisitarse permanentemente en su todo y en sus partes, máxime desde que el género se agotó y las reediciones se convirtieron en uno de sus principales ingresos, al menos cuando todavía se vendían discos.
 Secuelas del punk, Una costosa inversión
Johnny Rotten, que no era tonto, ya escuchaba a Van der Graaf.


Charlando el otro día con un par de veteranos músicos, me contaban que habían formado una banda con otros conocidos colegas, gente toda ella procedente de escenas tan variadas como la sesentera, la ska o la hardcore, ya cerca de la cuarentena o instalada en ella. Su repertorio era “progresivo”, me dijeron, fruto de la sorpresa que les estaba causando descubrir a Atomic Rooster o Soft Machine, y no los de Robert Wyatt, sino los posteriores, tradicionalmente tachados de pelmazos. Todos ellos nombres a los que por sistema habían venido despreciando, ignorando en el mejor de los casos. No son esos nombres en sí, ni su mayor o menor valía en particular ni lo que lleguen a inspirar a esos músicos –lo lamento, siempre será un plato recalentado–; lo importante es que se revise históricamente una era de la que, desde que escupiera su primer gargajo de cinismo Johnny Rotten, que no era tonto precisamente y ya escuchaba a Van der Graaf y Can, siempre han llegado ecos equívocos, sesgados y tendenciosos.
Es posible que a través de la brecha abierta con la reposesión del kraut, otros sonidos europeos tan poco predecibles y originales como los del rock alemán –Canterbury, las escenas experimentales francesa e italiana, el progresivo británico y español– puedan aspirar también a una justicia histórica, aquí en España, que lo será tan solo por el hecho de que acaso sorprendan a nuevos oyentes. Además, la “crisis” está de parte de esa recuperación. O lo estaba. Declaraban los británicos Wolf People que, a falta de fondos, habían construido sus discotecas con piezas de segunda mano, y las más baratas, porque nadie las quería, siempre eran las de los cajones de progresivo y bandas de los setenta. Lástima que el chollo toque a su fin. Los tenderos del gremio –no los especializados, que esos lo valoran siempre todo al alza– también se han quedado con la copla. http://www.rockdelux.com/files/pics/end.gif
Publicado en la web de Rockdelux el 18/7/2013


Ideología y arte Perdonen mi desfachatez

Jorge Luis Borges: “Me sé del todo indigno de opinar en materia política, pero tal vez me sea perdonado añadir que descreo de la democracia, ese curioso abuso de la estadística”.

COLUMNA TORCIDA (2012)

Fernando Alfaro quiere traer a su Columna Torcida varios casos de artistas, poetas o bardos que, por sus posiciones políticas, causan desasosiego cuando no rechazo en muchos espíritus progresistas. Y como no quiere ponerse pesado, asegura él mismo, excepcionalmente ofrecerá sus argumentos, que también serán preguntas, en varias entregas. Esta es la primera de ellas. 
Me está costando mucho empezar a escribir este artículo. Por todo lo que está pasando en esta aciaga actualidad nuestra. Porque soy muy de izquierdas desde que tengo uso de razón. Porque ser de izquierdas es ser sensible al sufrimiento económico de los que menos tienen y actuar en consecuencia, y en consecuencia oponerse activamente a los privilegios de los que tienen más. Y oponerse y luchar contra las fuerzas que pretenden conservar esos privilegios y también las tradiciones, con la religión a la cabeza, que no hacen sino perpetuar las estructuras de poder. De eso hablamos: de luchar contra el poder.
Se ha debatido mucho en diversos foros, me viene a la cabeza la posición de la Fundación Robo, sobre el papel de los artistas, escritores, músicos, en esa ecuación: A- Situación de palmaria injusticia social + B- Creciente (y ya alarmante) concentración del poder económico y (cada vez con menos tapujos) también político en un número muy reducido de manos = C- Reacción proporcional por parte de los ciudadanos / el pueblo. Por un lado, los artistas, los poetas, los bardos, son parte de ese pueblo, al menos los que no vivan en torres de marfil. Por otro, solo fuera de las torres de marfil es posible la creación y el arte. Con la piel pegada a la calle, a su pulso vital, a su sufrimiento. Si el artista o el bardo es sensible a los avatares, a las emociones de sus congéneres, que también son las suyas, necesita implicarse personalmente en esa ecuación, cuya X es la lucha directa contra el poder. También, incluso, reflejarlo en su obra.
Pero todo este debate no es nuevo, ni mucho menos, y es Jean-Paul Sartre el mayor exponente del artista comprometido. En literatura ese compromiso comenzó con el realismo: es necesario que la literatura refleje la realidad, para denunciarla, para abrir la herida. Luego viene Jorge Luis Borges y, con su falsa modestia, va y declara: “Me sé del todo indigno de opinar en materia política, pero tal vez me sea perdonado añadir que descreo de la democracia, ese curioso abuso de la estadística”. Vaya. Para Ricardo Piglia, estas posiciones de Borges, que no, no le fueron perdonadas, se dan como una reacción a cierta hostilidad por parte de ciertos sectores progresistas de la crítica y la literatura, que nace de que “la poética de Borges se instituyó como antepuesta al realismo, al compromiso sartreano de la literatura. Su literatura no refleja la realidad, sino que postula otra”.
Ideología y arte (II), Cinefilias y fobias
Clint Eastwood: “Si vienes con una cámara a mi casa para hacerme una entrevista, te mato. Lo digo en serio”.

Louis-Ferdinand Céline, autor de “Viaje al fin de la noche”, tuvo que huir de Francia acusado de colaboracionismo con los nazis.

Pero Borges, en realidad, se consideraba un anarquista que descreía de la política pero no de la ética. Y descreía de la democracia representativa por reducción al absurdo: para él es imposible que un grupo reducido de políticos represente a la multiplicidad de todos los individuos. Ahora bien, su postura en favor de un máximo de individuo y un mínimo de Estado es percibida por muchos demasiado cercana al liberalismo. Hoy día, al neoliberalismo, es decir, a Mario Vargas Llosa, otra figura enorme de las letras latinoamericanas que ha de ver cómo su obra es puesta en cuarentena por la facción más integrista de la izquierda. Habría que añadir “en cierto modo” a la frase anterior: es más bien una cuestión de “climas de opinión”. Menos ambigua fue la postura contra Louis-Ferdinand Céline, que tuvo que huir de Francia acusado de colaboracionismo con los nazis. Pero lo que nos importa es su obra, que es viva y brillante y rompedora. Pregunten a Charles Bukowski, a William S. Burroughs, a Edward Bunker. Bueno, ya no pueden: léanlos. O directamente lean “Viaje al fin de la noche” del propio Céline. Sin embargo, lo que queda de él, la idea (suele ser solo una) con la que se ha quedado la gente es aquella desgraciada connivencia con los alemanes. Y, claro, su antisemitismo.
Llegado este punto, estoy viendo que es este un asunto ciertamente espinoso, y quiero traer aquí varios y diversos casos de artistas, poetas o bardos que, por sus posiciones políticas, causan desasosiego cuando no rechazo en tantos espíritus progresistas. Y como no me quiero poner pesado, creo que excepcionalmente doblaré mi Columna Torcida hasta partirla en dos trozos, o tres o los que fueren. Pero que nadie espere respuestas: no sé si usaré signos de interrogación, pero lo que dejaré clavado en el camino serán preguntas, solo preguntas, las que yo también me hago. 
“Me sorprende que os carguéis películas por ser ‘ideológicamente conservadoras’. Al revés también sucede. Que hablamos de cine, demonios”, tuiteó con furia el crítico Javier Pulido, visiblemente molesto. Hablaba del último Batman de Christopher Nolan. Veamos: ¿de qué hablamos cuando hablamos de cine? ¿O de música? ¿O de literatura, cómic…? ¿Hablamos de la expresión directa y articulada de una ideología o una visión del mundo, sea o no dogmática? ¿O de la destilación de ese crujido interno de alguien dotado del talento o la capacidad para destilarlo –y hacernos también crujir– muchas veces a ciegas, dando palos en la penumbra?
Más claro está el asunto cuando la sombra de la duda proviene no ya de la propia obra, sino de la vida privada del artista. Por mucho que todo un Clint Eastwood entre como un cazador blanco en la cacharrería de la política-espectáculo estadounidense, por mucho que apoye a la facción más facciosa de esta, ¿desactiva eso el estruendoso silencio, la capacidad de emocionar, la compasión de “Sin perdón” (1992), de “Mystic River” (2003), de tantas otras?
Más preguntas: ¿no se os revolvieron las tripas viendo cómo en “Bowling For Columbine” (2002), el imperdonable Michael Moore, de forma absolutamente descortés (en atención a cómo había sido recibido en casa del anfitrión, sin mánager ni asistentes y con toda amabilidad), acosaba e intentaba humillar a un ya anciano Charlton Heston por su apoyo a la Asociación del Rifle? ¿No lo recordabais entonces en la genial “Sed de mal” (Orson Welles, 1958) –interpretando a un mexicano, sí, ¿qué pasa?– o en las fábulas distópicas de “El planeta de los simios” (Franklin J. Schaffner, 1968) o “Cuando el destino nos alcance” (Richard Fleischer, 1973), o en tantos westerns mitológicos, rifle en mano? ¿No forma parte vital de esas películas?
Ideología y arte (II), Cinefilias y fobias

Elia Kazan contribuyó con sus chivatazos a la defenestración de sus antiguos compañeros del Partido Comunista.


Y ya que hablamos de westerns mitológicos: lo de tachar a John Ford de racista (con los criterios actuales) por “Centauros del desierto” (1956), que presenta a un protagonista cuyo odio hacia los indios es motor del argumento, equivale a acusar a Hobbes de fomentar el canibalismo por lo de “el hombre es un lobo para el hombre”.
“Joder” –diría Harry el Sucio–. “A veces pienso que a determinada gente le abriría algo más que los ojos pasar un tiempecito en la cárcel. Como mínimo se acabarían ciertos remilgos”.
Y fue Harry el Sucio el que le salió del alma a Clint Eastwood cuando en enero de 2005, a la salida de una gala en Nueva York, se plantó ante Michael Moore y le espetó: “Si vienes con una cámara a mi casa para hacerme una entrevista, te mato. Lo digo en serio”.
Tengo otra imagen en la mente: Warren Beatty y bastantes más, sentados sin aplaudir a Elia Kazan el día o la noche en que recibió aquel Óscar honorífico en 1999. Tirando la primera piedra. Vale, Kazan contribuyó con sus chivatazos a la defenestración y caída en desgracia de sus antiguos compañeros del Partido Comunista durante la “caza de brujas” del macarthismo. Siendo cierto, ¿hay que olvidar o tirar a la papelera de la Historia filmes como “Un tranvía llamado deseo” (1951) o “Al este del edén” (1955)? En otra –gran– película como “La ley del silencio” (1954), un atribulado o escocido Kazan se dedicó, por un lado, a justificarse levantando una auténtica apología de la delación y, por otro, a equiparar o relacionar nada menos que con la mafia a los sindicatos de estibadores, próximos a sus antiguos camaradas comunistas que ahora lo despreciaban. Pero eso fue solo una reacción individual, fruto del despecho.

Siguiendo con los heterodoxos formidables, podríamos hablar de Lars von Trier y sus estentóreas declaraciones filonazis.

Sin embargo, al sostenimiento de las relaciones de poder y las desigualdades sí que contribuye “Hollywood” en general, esto es, “la industria”, por muy cerca que se les suponga del Partido Demócrata (se escucha un canto:“¡¡¡Tal y Tal la misma mierda es!!!”, aludiendo con lenguaje castizo al bipartidismo o bipartitocracia). Pero mucho más todavía todo el entramado televisivo y mediático, con la Fox del inefable Rupert Mordor (sic) a la –monstruosa– cabeza. No hay más que apreciar la creciente moralina conservadora de los últimos “Los Simpson”. El capítulo dedicado a las bodas homosexuales, por ejemplo, es de traca.
Ideología y arte (II), Cinefilias y fobias
Siguiendo con los heterodoxos formidables, podríamos hablar de Lars von Trier y sus estentóreas declaraciones filonazis.
Pero siguiendo con los heterodoxos formidables, también podríamos hablar de Lars von Trier y sus estentóreas declaraciones filonazis, justo antes de estrenar una genialidad como “Melancolía” (2011). Vale, pues niéguense a verla. No lean tampoco la obra de Céline. Ustedes verán.
Sin querer justificar la biografía o los actos de nadie, diré que todos la cagamos, todos la hemos cagado alguna vez. Algunos hasta el fondo. Todos, al menos los humanos, tenemos contradicciones. Así se construye la Historia, y pocos son los héroes que no acaban podridos. La vida es larga para cometer errores y corta para rectificar. Y así podría estar soltando excusas y justificaciones. Pero, a mí por lo menos, no me hacen falta. ¿Que Frank Miller vilipendia, desde posiciones fachas, el movimiento Occupy Wall Street, primo hermano y por tanto supuestamente cercano a nuestro 15-M? Yo seguiré en mis “300” –disfruté también con la película– o en mi “Sin City” –ídem multiplicado por dos–. No sé, a mí me enseñaron a afrontar las cosas de la vida en general con espíritu crítico, y perderme grandes obras por un tufillo neocon por allí, unas torpes intenciones adoctrinadoras por allá… no va conmigo. Tampoco, claro está, en el caso de los Batman de Nolan. http://www.rockdelux.com/files/pics/end.gif
Publicado en la web de Rockdelux el 22/11/2012



El final de Lost

Perdidos, Descansa en paz
Ilustración: Paco Alcázar
 

VISTO Y NO VISTO (2010)

Perdidos

Descansa en paz

¿Se acuerdan del polémico y, para muchos, insatisfactorio último capítulo de “Perdidos”, la serie de la cadena ABC? De hecho, con todo lo que ha pasado en el mundo de las series de televisión desde entonces, ¿se acuerdan todavía de “Lost”, afortunada invención de J. J. Abrams entre 2004 y 2010? Fue un fenómeno de masas, claro (llegó a alcanzar, incluso, la no menos polémica portada del Rockelux 272), y casi pareció, por un momento, que era imposible vivir sin seguir las aventuras y desventuras de toda la cohorte de “perdidos” en aquella isla fantástica. Miquel Botella fue fan fatal hasta la conclusión de la trama en una esperadísima sexta temporada que no pareció resolver las dudas de muchos de sus seguidores. Aquí explicó su sensación final con aquel final. ¿La comparten?
Barry Gifford y David Lynch comparten la misma idea sobre la experiencia de ir al cine: “Entras en un sueño y debes rendirte a él del todo”. Estas palabras deberían grabarse a fuego en el culo de los fans de “Perdidos”. La escisión creada en la parroquia lostie ha tenido su origen en el tan esperado final: horrible para unos, adecuado para otros. ¿Qué se podía pedir a una serie plagada de macguffins? ¿Una explicación pormenorizada para atar todos los cabos sueltos? En absoluto. Un final frustrante es aquel que deja a unos personajes con los que te has encariñado en una situación ambigua, como pasó con “Los Soprano”, porque siempre esperarás que regresen de alguna forma. El desenlace de “Perdidos” no deja margen a la duda: sabes que nunca volverás a ver a Kate, Locke y todos los demás. Se acabó y eso te produce una sensación de alivio, como cuando una persona querida, tras sufrir una larga y penosa enfermedad, muere.
¿Fue bueno o malo el final de “Perdidos”? Narrativamente, exhibió una estructura ejemplar: si el primer episodio de la serie empezaba cuando Jack abría los ojos, tendido en la jungla, el perro acercándose y un plano de una zapatilla colgada en una rama, el último acababa en el mismo sitio, tras ver de nuevo la zapatilla (deteriorada por el paso del tiempo), cuando Jack, en el suelo junto al animal, los cerraba. El círculo perfecto. Hasta llegar aquí, una cascada de emociones culminando en una inesperada revelación. Esa resolución y sus supuestas connotaciones religiosas han soliviantado a los detractores. Pero, sobre todo, les ha molestado no encontrar respuestas, en un ataque súbito de racionalidad: si desde un principio has aceptado una trama de sinsentidos, ¿por qué te quejas si no se han resuelto? Los losties andan alborozados porque dicen que el DVD de la sexta temporada incluirá metraje extra. No hace falta: para mí, el final emitido es definitivo y no necesito más. 

Frank Zappa tenía razón

Propiedad intelectual, Frank Zappa tenía razón
Ilustración: Pepo Pérez
 

MANIFESTO! (2010)

Propiedad intelectual

Por David García Aristegui

David García Aristegui, desarrollador de software libre e investigador en el área del software científico, reflexiona sobre temas como los derechos de autor, la propiedad intelectual o el copyleft desde una perspectiva didáctica. En este artículo planteó una vía alternativa al tradicional sistema de derechos de autor implantado por entidades como la SGAE, y para ello se basó en el premonitorio texto de un visionario Frank Zappa, quien en 1983 avanzó una propuesta insólita a la que nadie atendió. 
Frank Zappa (1940-1993) fue un genial compositor y guitarrista, fundador del grupo The Mothers Of Invention. En 1983, cuando casi nadie podía imaginar lo que iba a suponer internet en nuestras vidas, en un artículo titulado “Una propuesta de sistema para reemplazar la comercialización de discos habitual”, escribía lo siguiente: “Proponemos adquirir los derechos para duplicar digitalmente y almacenar LO MEJOR del catálogo de cada compañía de discos en una localización central de procesamiento, y hacerlo accesible por teléfono o televisión por cable”. En ese premonitorio texto, Zappa planteaba que los consumidores de música valoraban sobre todo eso, la “música”, y no necesariamente los soportes asociados a ella (en 1983 los CDs llevaban un año en el mercado), y que además les gustaría llevarla adonde quiera que fueran.
Previendo el actual uso de la red telefónica como vía para la difusión de contenidos, Zappa propuso que esta red y la de televisión por cable se utilizaran para acceder a “lo mejor” de los catálogos de las compañías de discos, previamente digitalizados. Esto se haría pagando un precio fijo mensual por el servicio, que incluyera acceso ilimitado a contenidos en las “categorías musicales” elegidas, y que estuviera ya contemplada en la cantidad a abonar la parte para derechos de autor y royalties. La cuestión es que no se tiene constancia de que nadie en la industria prestara atención al músico de Baltimore, aunque ahora es para nosotros evidente de que hablaba en realidad de muchos conceptos que han llegado a ser muy populares en nuestros días, como las polémicas descargas de internet.
 
Propiedad intelectual, Frank Zappa tenía razón
“Proponemos adquirir los derechos para duplicar digitalmente y almacenar LO MEJOR del catálogo de cada compañía de discos en una localización central de procesamiento, y hacerlo accesible por teléfono o televisión por cable” (Frank Zappa, 1983).
 
El caso es que la propuesta de Zappa cayó en el olvido y en la actualidad, en un internet cada vez más concurrido, los usuarios, previo pago de la conexión a una operadora de telecomunicaciones, optan por compartir horizontal y masivamente todo tipo de contenidos... y entre los más populares, precisamente música. Si Zappa ideó un sistema en el que ya estaba contemplada desde la primera conexión la manera de remunerar a los autores musicales, en internet esto todavía no sucede... ¿Se puede intentar dar pasos para salir de la situación actual?
Por un lado, parece claro que, en el seno de esa gran máquina de copiar y distribuir canciones a coste casi nulo que es internet, los modelos clásicos de propiedad intelectual no encajan. Es tal el volumen de intercambio entre los usuarios que la coletilla de “todos los derechos reservados” –entre ellos, el de copia y redistribución de un tema– es algo simplemente inviable. Por otro, en ámbitos como el desarrollo de software se han ido creando a lo largo de los años licencias libres o copyleft, en las que el desarrollador puede generar obras con “algunos derechos reservados” o “ningún derecho reservado”. Estas han sido óptimas para el crecimiento del movimiento de software libre y han resultado muy exitosas incluso aplicándose fuera de lo que es estrictamente software, como ha sido en el caso de la Wikipedia (con lo discutible de algunos de sus contenidos).
La aplicación de la filosofía del copyleft y de las licencias Creative Commons (CC a partir de ahora) a la música no es demasiado sorprendente: las discográficas siempre han reservado un determinado número de copias para promoción, en las que se avisaba explícitamente que estaba prohibida la venta o el uso para fines que no fueran los descritos. El posible encaje de modelos de propiedad intelectual más flexibles en internet podría darse asumiendo determinados aspectos de las licencias con “algunos derechos reservados”. ¿Cómo? Por ejemplo, licenciando las canciones de tal manera que cuando circulen a través de redes P2P o similares se asuma que es una nueva forma de copia promocional. Si alguien que no es el titular intenta cobrar por la descarga o uso de esa copia promocional, se haría uso de los derechos de propiedad intelectual. Pero si solo hay intercambio y redistribución, se adoptaría una política de “dejar hacer”... cosa que en cierta medida ya se está dando actualmente: hay compañías que hacen la vista gorda o directamente asumen que los grupos (o sus fans) cuelguen parte de su repertorio en MySpace, YouTube... o incluso se habilite la posibilidad de la descarga de canciones.
 
Propiedad intelectual, Frank Zappa tenía razón
La cuestión es que no se tiene constancia de que nadie en la industria prestara atención al músico de Baltimore.
 
Alguien puede plantearse legítimamente qué demonios se solucionaría con todo esto. Varias cosas: para empezar, se simplificaría bastante el debate en torno a la propiedad intelectual en internet, ya que no habría posibilidad de argumentar “daño patrimonial” si en redes P2P se está haciendo el trabajo promocional a una discográfica, es decir, posibilitando la distribución de sus contenidos. Así las cosas, las discográficas y editoriales podrían centrarse en atacar selectivamente los casos en los que hay vulneración flagrante de derechos de propiedad intelectual (servidores con contenidos subidos por los usuarios y que cobran por publicidad y por los usuarios que disfrutan de conexiones más rápidas) y no en criminalizar un intercambio y flujo de contenidos en la red que la mayoría de las veces les beneficia. Y las entidades de gestión, al asumir las licencias CC y la filosofía de “algunos derechos reservados”, ampliarían su radio de acción al empezar a gestionar obras que están fuera de su repertorio, y de paso lavarían su imagen por primera vez en mucho tiempo, saliéndose de una afán recaudatorio incomprendido y muchas veces incomprensible.
La propuesta de una asunción de formas más flexibles y modulares de propiedad intelectual no es un experimento teórico. Buma/Stemra, el equivalente holandés de la SGAE, ya gestiona licencias CC desde 2007, y la compañía estadounidense Magnatune, que solo licencia con CC,  proporciona música a un porcentaje importantísimo del cine independiente norteamericano.
Por desgracia, el uso de licencias CC no es (como era previsible) ninguna garantía de éxito, como ha evidenciado el anuncio de venta del portal de música libre (licencias CC, en definitiva) Jamendo, y el despido de parte de su plantilla. La crisis de Jamendo proviene, probablemente, de la ínfima calidad de los artistas y grupos que usan algún tipo de licencia CC y que empleaban el portal como lanzadera.
Cuando se consiga que grupos de calidad contrastada empiecen a asumir nuevas formas de licenciar y distribuir su obra –lo hicieron puntualmente Fernando Alfaro y los Alienistas con “Carnevisión” (2007) y Radiohead con “In Rainbows” (2007), o Einstürzende Neubauten con su “Supporters Project” iniciado en 2003...– estaremos realmente ante un cambio de paradigma. Y es que ya lo avisaba Frank Zappa cuando se reía del supuesto espíritu hippie de The Beatles... “We're only in it for the money”.

ENTREVISTA (2010) GREIL MARCUS

GREIL MARCUS, Seis minutos para el fin de la historia
Los seis minutos y trece segundos de “Like A Rolling Stone” le bastan a Greil Marcus para trazar el mapa social, político y emocional de una época. Foto: Thierry Arditti
 
 

Seis minutos para el fin de la historia

¿Puede una canción sintetizar el zeitgeist de toda una época? Probablemente. Pero más allá de la capacidad de una obra para convertirse en inmortal, hace falta una mente capaz de descifrar todo su poder evocador y situarla en un contexto más amplio. Greil Marcus aplica su visión panorámica de la cultura popular para diseccionar lo que muchos consideran el mejor tema de todos los tiempos. Hablamos de “Like A Rolling Stone” de Bob Dylan, uno de los momentos más ilustres de la historia de la música moderna (fue escogida tercera mejor canción del siglo XX por Rockdelux en su número 150). El teórico y crítico Greil Marcus escribió un ensayo sobre el poder universal de este himno musical, social y emocional, y Ruben Pujol lo entrevistó a raíz de la publicación del libro en España.
Para ser una canción de rock’n’roll, “Like A Rolling Stone” (del disco de Bob Dylan“Highway 61 Revisited” de 1965) es larga. Hasta el extremo de que las copias promocionales del single dividían el tema en las dos caras del vinilo, de manera que muchos DJs de la época se negaron a radiarla. Esos seis minutos y trece segundos le bastan a Greil Marcus (San Francisco, 1945) para trazar el mapa social, político y emocional de una época –los inicios de la contracultura, Vietnam, la Guerra Fría o el movimiento en favor de los derechos civiles– y elevar a Dylan a la categoría de mito moderno, un músico-poeta prometeico capaz de iluminar nuevos territorios no solo en la música popular, sino también en el paisaje moral de una época.
"Cuando aparece un 'hit' que trasciende todas las barreras, como el ‘Hey Ya!’ de OutKast, se produce un sentimiento de aventura común como pocos. Al igual que sucedió hace treinta años con Grandmaster Flash And The Furious Five y ‘The Message’”
Tal vez “Like A Rolling Stone. Bob Dylan en la encrucijada” (PublicAffairs, 2005-Global Rhythm, 2010) no sea el texto más completo y logrado de este crítico y ensayista, pero sí la sublimación de un método de trabajo y estudio que ha servido, desde las páginas de revistas como ‘Rolling Stone’ –desde Muddy Waters, el concepto se repite–, ‘Creem’ y ‘The Village Voice’ o en su quincena de libros sobre las fuentes primigenias del rock, Elvis Presley o la relación entre el punk y los situacionistas, para fundar un paradigma con el objetivo de estudiar la cultura popular. Junto a un puñado de pioneros de la letras como Norman Mailer, Tom Wolfe, Lester Bangs o Jon Savage, la aproximación y el análisis de Marcus exhiben el rigor científico del sociólogo y el ardor del fan y sirven para señalar e interpretar la trascendencia de los momentos fundacionales del pop, el rock y la cultura audiovisual, aquellos en los que una nueva forma de expresión artística y social se ensarta en el curso de la historia contemporánea.
Para Marcus, con “Like A Rolling Stone”, Bob Dylan transformó el rock’n’roll en un arte nuevo; intelectualizado y combativo pero que conservaría todo el vigor y el peligro de sus orígenes, una piedra de toque que integra en sus cincuenta y nueve versos la poesía simbolista, la jerga callejera y la transgresión beat sin perder su vinculación con el blues negro y el espíritu norteamericano de la nueva frontera. En este estimulante ejercicio de dylanología, Marcus emprende la concienzuda tarea de analizar ese vórtice de significados para mostrarnos la anatomía de un acto de creación radical y misterioso, el nacimiento de un nuevo lenguaje que en apenas seis minutos marcaría para siempre la forma en que entendemos la cultura popular. 
El libro está dedicado a la radio. ¿Por qué? “Like A Rolling Stone”, el libro, viene de la radio. Allí fue donde escuché la canción por primera vez, y donde la he escuchado el 95% de las veces. Por supuesto, uno nunca sabe que la van a poner, de manera que para mí siempre es una sorpresa, un pequeño “shock”; como el disco en sí mismo, que está hecho de sorpresas y “shocks” que nunca pierden su capacidad de impactar. El libro no es más que un intento de entender por qué sucede este fenómeno con este disco.
Entonces, es una dedicatoria con una nota nostálgica, ¿no es cierto? La radio ha cambiado en los últimos tiempos de una forma radical, especialmente desde la llegada de la radio por satélite e internet. Como ocurre con todo, ahora es un nicho de mercado en el que a menudo debes pagar para tener acceso, de manera que ya no es un medio tan público y compartido. Hace décadas que ha desaparecido esa cultura compartida, pero la gente siempre encuentra formas de aprovechar las pequeñas rendijas que deja la radio “mainstream”. Aun hoy en día, cuando aparece un “hit” que trasciende todas las barreras, como el “Hey Ya!” de OutKast, se produce un sentimiento de aventura común como pocos. Al igual que sucedió hace treinta años con Grandmaster Flash And The Furious Five y “The Message”.
 
GREIL MARCUS, Seis minutos para el fin de la historia
El análisis de Marcus exhibe el rigor científico del sociólogo y el ardor del fan y sirve para señalar los momentos fundacionales del pop, el rock y la cultura audiovisual e interpretar su trascendencia.
 

En el libro se habla de unos años en que Bob Dylan competía por encabezar las listas de éxitos con grupos como los Beatles y los Rolling Stones. Si miramos el ‘Billboard’ hoy, vemos que está copado por productos como Britney Spears, Lady Gaga y Miley Cyrus, con la posible excepción de Jay-Z. ¿Se puede afirmar de manera objetiva que la cultura popular ha empeorado con el tiempo? No lo creo. 1965 fue un año extraordinario, una excepción, para las radiofórmulas. A lo largo de estas cinco décadas ha habido años musicalmente fantásticos y años nefastos en los que el oyente podía llegar a pensar que la radio jamás volvería a pinchar un disco que valiera la pena. A finales de los setenta y principios de los ochenta, por ejemplo, la radio en Estados Unidos parecía haberse convertido en un medio solo para la clase media blanca. Uno de los elementos que hizo que la carrera por el número uno del ‘Billboard’ entre los Beatles, los Rolling Stones y Dylan fuera tan única es que debían competir con productos como Freddy And The Dreamers o Wayne Fontana And The Mindbenders, y no es exagerado decir que Britney Spears, Lady Gaga o hasta Miley Cyrus, por no hablar de Jay-Z, son mucho mejores artistas que ellos.
En el libro usted afirma que “Like A Rolling Stone” es, antes que un sonido, una historia. ¿Qué canciones de los últimos diez años cumplen en su opinión esa misma condición? Existen muchos ejemplos. “Stan” de Eminem es el primero que se me ocurre, pero también su “Lose Yourself”. Pero no se trata solo de lo que transmiten las letras. El público siempre será capaz de adoptar un sonido nuevo y con fuerza y adjudicarle sus propias historias personales, de reescribir las canciones para sí mismo.
Personajes con la capacidad de llegar al público como lo hizo Bob Dylan no pueden anticiparse. Este tipo de figuras no son producto de una serie de condicionantes sociológicos, históricos o económicos. Aparecen cuando aparecen
Y en la actualidad, ¿ve usted algún artista con la capacidad de representar el signo de los tiempos como en los sesenta y setenta lo fue Bob Dylan? Para mucha gente, alguien como Jay-Z ya lo es. Él es, además, una figura ejemplar en otros sentidos que van más allá de la música. Es rico y poderoso, transmite glamour y un estilo de vida envidiable, siempre joven y del brazo de Beyoncé. La propia Beyoncé, la única verdadera superestrella del momento, esconde mucho más de lo que parece. Su interpretación de Etta James en “Cadillac Records” –película de Darnell Martin de 2008 sobre el mítico sello Chess Records– deja entrever una profundidad de registros y de sentimientos que toda su carrera oficial, incluida su participación en “Dreamgirls” –la biografía de un grupo sospechosamente parecido a The Supremes, dirigida por Bill Condon en 2006–, parece diseñada para esconder.
Usted contextualiza a Dylan y su música en una época de grandes cambios sociales en Estados Unidos y en el mundo en general. ¿No le parece que la época que vivimos ahora demanda una figura de la talla y la trascendencia de Bob Dylan? La época puede pedir lo que quiera, pero personajes con la capacidad de llegar al público como lo hizo él no pueden anticiparse. Este tipo de figuras no son producto de una serie de condicionantes sociológicos, históricos o económicos. Aparecen cuando aparecen. El que sucedieran todas esas cosas en aquella época mientras Dylan escribía y tocaba su música sin duda debió reflejarse en sus canciones, sobre todo en su forma de interpretarlas. Lo que pasaba fuera de los estudios de grabación o de los locales de conciertos era una fuente de energía de una potencia incalculable y de una complejidad inaudita y Dylan supo conectar sus canciones con esa fuerza, pero del mismo modo esos tiempos que estaban cambiando produjeron buenos artistas como Barry McGuire, Donovan, The Mamas And The Papas o Phil Ochs, aunque nadie más del calibre de Dylan. Bob Dylan es un producto de sí mismo.
¿Cuál es su opinión sobre la crítica musical en la actualidad? ¿Cree que internet ha cambiado la forma en que el público se informa sobre la música? Webs como ‘Pitchfork’ o ‘PopMatters’ llevan a cabo un trabajo original y muy ambicioso. La primera revista de rock’n’roll que leí, el primer foro de lo que por entonces ni siquiera se llamaba crítica musical, fue un fanzine mimeografiado titulado ‘Mojo Navigator’, publicado por Greg Shaw. Al estudiar a la Internacional Letristra y a los situacionistas aprendí que quien realmente tiene algo que decir siempre encontrará el medio adecuado para hacerlo. El panfleto más modesto puede tener un impacto mayor y más duradero que el medio de mayor circulación.