¿El cinismo de Johnny Rotten sepultó la música de los setenta?
SEÑALES DE HUMO (2013)
Una costosa inversión
El
punk, el oficial, el del 77, quiso acabar con la divinización del artista,
entre otras ambiciones igualmente loables y malogradas, pero también sembró
muchos malentendidos y practicó injustas purgas. En el saco de los dinosaurios
a depurar, se introdujo con ellos toda una serie de valores que, si en algunos
casos respondían a la celebración del exceso, en muchos otros contribuían al
crecimiento intelectual del rock. Un prejuicio que el bumerán de la historia,
parece, está empezando a desterrar.
Afirmaba el marxismo que una convicción popular tiene a menudo
la misma energía que una fuerza material. A su vez, una convicción popular,
decía el nacionalsocialismo en voz de Goebbels, podía consolidarse sobre un
engaño mil veces repetido. Uno de los mayores embustes en la historia del rock,
y una de las más firmes creencias populares de él emanada, fue el formulado por
la psicología de masas de la industria discográfica para justificar el punk,
ese cisma que no era sino un pretexto con el que efectuar un reajuste de
plantilla, jubilando a aquellos obreros que, envejeciendo, entraban en
conflicto con el axioma básico de la Gran Estafa del Rock and Roll: los
intérpretes de dicha música solo podían preciarse de auténticos si eran nuevos
y jóvenes. Una mitología de la edad con la que, a través de la inexperiencia de
la juventud y la celeridad con que esta debía ser repostada, había introducido
en el rock una poderosa cláusula de control sobre sus trabajadores, perdón,
artistas, eternos becarios de quita y pon con quienes simular una energía
teórica.
A mediados de los setenta, cuando se cocía el punk, los
veteranos de la década hippy no revestían desde luego novedad alguna, pero no
por ello podía afirmarse, en muchos casos, que sus reservas creativas
estuvieran agotadas. Tampoco eran jóvenes, o no lo eran tanto, encontrándose en
la treintena, una edad que da para muchos resabios, pero distante todavía de la
madurez. Es decir, no habían caducado ni por antiguos ni por viejos, y
convivían comercialmente con lo progresivo, lo sinfónico, el glam y el
jazz-rock, que sin ser exactamente novedades lo parecían. Sin embargo, de esas
quintas, solo aquellos económicamente empoderados, o los más camaleónicos,
resistirían el embiste de la nueva mitología que traía consigo el punk, esto
es, la exterminación de los genéricamente llamados dinosaurios. O sea, todo lo
fechado con anterioridad a los Sex Pistols, o casi.
Descubrir la música de Atomic Rooster puede ser una sorpresa.
De no terciar la dinámica industrial, ¿el relevo de consumidores
efectuado con la llegada a la adolescencia de los primeros babyboomers de los sesenta habría precipitado esa
exclusión por sí misma? La historia nos demuestra que la mayoría de las
transformaciones acaecidas en el rock y el pop lo han sido no a causa de un
impulso popular, sino como consecuencia de decisiones tomadas en despachos,
determinando no solo la longevidad de una corriente musical, sino suprimiéndola
de la memoria colectiva cuando así ha convenido o, como hizo el punk, poniendo
en contra suya a sucesivas generaciones al hacer de ella una némesis de la tendencia
imperante. La purga cultural que desacreditaba al rock de los setenta por fósil
y pretencioso, por ejemplo, haría estragos con varias promociones instruidas en
la convicción de que se vive mejor ignorando que conociendo, pues creyeron que
en aquella década todo fue ABBA, Genesis y Emerson, Lake & Palmer.
Durante años he tratado con aficionados programados en el dogma
punk que a la corta o a la larga han acabado investigando por su cuenta y
descubriendo tanto fuentes originales como sucedáneos posmodernos de garage,
psicodelia, rockabilly, heavy metal, country, folk y otras músicas anteriores
al imperdible, pero casi nunca aquellas de los setenta que todavía se
consideran anatema, especialmente las más complejas y, por lo tanto, las menos
cómodas. Tozuda excepción en un marco conservador, el del rock, que, si se
retroalimenta con los prejuicios que promueve, también está condenado a
revisitarse permanentemente en su todo y en sus partes, máxime desde que el
género se agotó y las reediciones se convirtieron en uno de sus principales
ingresos, al menos cuando todavía se vendían discos.
Johnny Rotten, que no era tonto, ya escuchaba a Van der Graaf.
Charlando el otro día con un par de veteranos músicos, me
contaban que habían formado una banda con otros conocidos colegas, gente toda
ella procedente de escenas tan variadas como la sesentera, la ska o la
hardcore, ya cerca de la cuarentena o instalada en ella. Su repertorio era
“progresivo”, me dijeron, fruto de la sorpresa que les estaba causando
descubrir a Atomic Rooster o Soft Machine, y no los de Robert Wyatt, sino los
posteriores, tradicionalmente tachados de pelmazos. Todos ellos nombres a los
que por sistema habían venido despreciando, ignorando en el mejor de los casos.
No son esos nombres en sí, ni su mayor o menor valía en particular ni lo que
lleguen a inspirar a esos músicos –lo lamento, siempre será un plato
recalentado–; lo importante es que se revise históricamente una era de la que,
desde que escupiera su primer gargajo de cinismo Johnny Rotten, que no era
tonto precisamente y ya escuchaba a Van der Graaf y Can, siempre han llegado
ecos equívocos, sesgados y tendenciosos.
Es posible que a través de la brecha abierta con la reposesión
del kraut, otros sonidos europeos tan poco predecibles y originales como los
del rock alemán –Canterbury, las escenas experimentales francesa e italiana, el
progresivo británico y español– puedan aspirar también a una justicia
histórica, aquí en España, que lo será tan solo por el hecho de que acaso
sorprendan a nuevos oyentes. Además, la “crisis” está de parte de esa
recuperación. O lo estaba. Declaraban los británicos Wolf People que, a falta
de fondos, habían construido sus discotecas con piezas de segunda mano, y las
más baratas, porque nadie las quería, siempre eran las de los cajones de
progresivo y bandas de los setenta. Lástima que el chollo toque a su fin. Los
tenderos del gremio –no los especializados, que esos lo valoran siempre todo al
alza– también se han quedado con la copla.
Publicado en la web de
Rockdelux el 18/7/2013
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