sábado, 12 de abril de 2014

BIBLIOTECA POP (2013) Post-punk

Post-punk, La revolución inconclusa
John Lydon –estandarte del conjunto arquetípico del post-punk PiL– se adecúa al síndrome del intelectual antiintelectual: lector voraz y, sin embargo, desconfiado del arte en sus formas institucionalizadas.
 
 


La revolución inconclusa

Entre 1978 y 1984, la vanguardia post-punk −bandas como PiL, Joy Division, The Fall, Gang Of Four, Talking Heads, Throbbing Gristle, Contortions, Scritti Politti...− encontró en el punk de 1977 no un retorno al rock crudo, sino la oportunidad de establecer una ruptura con la tradición. Entregados a la tarea de concretar la revolución musical inconclusa del punk, exploraron nuevas posibilidades al incorporar la electrónica, el noise, el jazz y la música contemporánea, junto con las técnicas de producción del reggae, el dub y la música disco. El efecto colateral de todas estas divisiones y desacuerdos fue una gran diversidad y una fabulosa riqueza de sonidos e ideas. Presentamos en Biblioteca Pop el prólogo del libro “Postpunk. Romper todo y empezar de nuevo” del periodista musical Simon Reynolds, obra publicada en castellano en 2013 por la editorial argentina Caja Negra –el ensayo original, “Rip It Up And Stard Again. Postpunk (1978-1984)”, data de 2005–. Es un texto de iniciación, tan brillante como preciso, a un vibrante movimiento musical que años más tarde influenció a muchos grupos: Radiohead, LCD Soundsystem, Franz Ferdinand, Interpol... 
“Los Sex Pistols cantaban ‘No Future’. Pero sí hay futuro, y estamos intentando construirlo” (Allen Ravenstine, Pere Ubu, 1978)
Hacia el verano de 1977, el punk se había convertido en una parodia de sí mismo. Muchos de los integrantes originales del movimiento sentían que algo cargado de posibilidades y de múltiples alternativas había degenerado en mera fórmula comercial. O peor aún, había demostrado ser una inyección rejuvenecedora para la industria musical establecida que los punks habían tenido la esperanza de derrocar.
Fue en este momento cuando comenzó a fracturarse la frágil unidad que el punk había forjado entre chicos de procedencia obrera y bohemios arty de clase media. De un lado quedaron los “punks verdaderos”, populistas (que, después, habrían de evolucionar hacia los movimientos oi! y hardcore), que creían que la música debía mantenerse accesible y sin pretensiones, como para seguir cumpliendo su rol de vocera de la rabia de las calles. Del otro lado estaba la vanguardia que habría de conocerse como post-punk, que encontró en 1977 no un retorno al rock crudo, sino la oportunidad de establecer una ruptura con la tradición. La vanguardia post-punk −bandas como PiL, Joy Division, Talking Heads, Throbbing Gristle, Contortions y Scritti Politti− definió el punk como imperativo de cambio constante. Entregados a la tarea de concretar la revolución musical inconclusa del punk, exploraron nuevas posibilidades al incorporar la electrónica, el noise, el jazz y la música contemporánea, junto con las técnicas de producción del reggae, el dub y la música disco.
Algunos acusaron a estos experimentadores de no haber hecho más que recaer en ese elitismo del art rock que, originalmente, el punk se había propuesto destruir. Seguramente es cierto que un alto porcentaje de músicos post-punk provenía del entorno de las escuelas de arte. La escena no wave en Nueva York, por ejemplo, estaba integrada casi en su totalidad por pintores, cineastas, poetas y artistas escénicos. Gang Of Four, Cabaret Voltaire, Wire y The Raincoats son solo algunas de las bandas británicas fundadas por graduados de Bellas Artes o de diseño. Especialmente en Gran Bretaña, las escuelas de arte funcionaron largo tiempo como una especie de bohemia subsidiada por el estado, un lugar donde los jóvenes obreros demasiado rebeldes para una vida de trabajo se mezclaban con chicos burgueses que vivían como pobres y eran demasiado caprichosos para una carrera como cuadros intermedios de la administración empresarial. Después de la graduación, muchos se volcaron en la música pop como un modo de sostener el estilo de vida experimental que habían disfrutado en la escuela de Bellas Artes y, de paso, quizá −solo quizá− también vivir de eso. Por supuesto, no todos en el post-punk asistieron a escuelas de arte o, incluso, a la universidad. Autodidactas fragmentarios y omnívoros, ciertas figuras como John Lydon o Mark E. Smith, de The Fall, se adecúan al síndrome del intelectual antiintelectual: lectores voraces y, sin embargo, desdeñosos respecto de la academia y desconfiados del arte en sus formas institucionalizadas. Aunque, en realidad, ¿qué podría ser más arty que querer destruir el arte, echar por tierra los límites que lo mantienen aislado de la vida cotidiana?
Aquellos años del post-punk que van de 1978 a 1984 fueron testigos del saqueo sistemático del arte y la literatura modernista del siglo XX. El período post-punk, en su conjunto, aparece como un intento de recrear virtualmente todas las principales temáticas y técnicas modernistas a través del médium de la música pop. Cabaret Voltaire tomó prestado su nombre de Dada. Pere Ubu adoptó el suyo de Alfred Jarry. Talking Heads transformó un poema sonoro de Hugo Ball en una pista de dance disco-tribal. Gang Of Four, inspirados por el efecto de extrañamiento de Brecht y de Godard, trataron de deconstruir el rock ¡incluso rockeando duro! Los compositores de letras absorbieron la ciencia ficción radical de William S. Burroughs, J.G. Ballard y Philip K. Dick, y las técnicas del collage y del cut-up se trasplantaron a la música. Duchamp, mediado por el movimiento Fluxus de los años sesenta, era santo patrono de la no wave. El arte de tapa de los discos del período estaba en sintonía con las aspiraciones neomodernistas en las letras y la música, a partir del trabajo de diseñadores gráficos como Malcolm Garrett y Peter Saville, y de sellos como Factory y Fast Product, que tomaban elementos del constructivismo, De Stijl, Bauhaus, John Heartfield y Die Neue Typographie. Este frenético asalto a los archivos del modernismo llegó a su punto culminante con la fundación del sello de renegade pop ZTT −abreviatura de “Zang Tuum Tumb”, un fragmento de prosa poética futurista italiana− y de su grupo conceptual Art Of Noise,  bautizado en homenaje al manifiesto para una música futurista de Luigi Russolo. Al tomar la palabra “modernista” en un sentido menos específico, las bandas de post-punk se hallaban firmemente comprometidas con la idea de hacer música moderna. Estaban por completo convencidas de que en el rock todavía había lugares por explorar, todo un futuro nuevo por inventar. Para la vanguardia post-punk, el punk había fracasado porque había atentado contra el statu quo del rock apelando a una música convencional (rock’n’roll de los cincuenta, garage-punk, mod), que databa incluso de antes de la existencia de megabandas como Led Zeppelin y Pink Floyd. Los artistas post-punk tomaron distancia de tal postura, bajo la creencia de que “contenidos radicales exigen formas radicales”.
 
Post-punk, La revolución inconclusa
Más que cualquier otro, fue David Bowie la inspiración clave para el “ethos” post-punk del cambio constante.
 
Una curiosa consecuencia de esta convicción de que el rock’n’roll ya estaba agotado fue la enorme masa de insultos descargada sobre Chuck Berry. Luego de haber sido una influencia clave para el punk-rock, por medio de las guitarras de Johnny Thunders y de Steve Jones, Berry se convirtió en una piedra de toque negativa, señalado una y otra vez para explicitar eso que debía evitarse. Tal vez el primer ejemplo de Berry-fobia se encuentre tempranamente en las demos de Sex Pistols exhumadas en “La gran estafa del rock’n’roll”. La banda comienza a improvisar sobre “Johnny B. Goode” y, en ese momento, Johnny Rotten –el esteta oculto del grupo, quien luego formaría el conjunto arquetípico del post-punk Public Image Ltd.– farfulla el tema con desgana y luego dice:“Mierda, esto es horrible. Basta, odio esta mierda… Aaarrrgh”. El aullido disgustado y exhausto de Rotten –suena como si se estuviese asfixiando, sofocado por un sonido que huele a rancio– fue replicado por muchos grupos post-punk. Cabaret Voltaire, por ejemplo, se quejaba de que “rock’n’roll no es vomitar ‘riffs’ de Chuck Berry”.
Más que los riffs rama-lama –riffs al estilo de bandas como MC5, cuya canción “Rama Lama Fa Fa Fa” (1969) es considerada precursora del punk. [N. de la T.]– o los acordes bluseros, el panteón post-punk de innovadores de la guitarra se mostró partidario de la angularidad, de un definido registro punzante. Evitaban los solos, excepto por breves irrupciones de la guitarra principal, que se integraba a partir de una forma de tocar predominantemente orientada hacia el ritmo. En lugar de un sonido “gordo”, guitarristas como David Byrne, de Talking Heads, Martin Bramah, de The Fall, o Viv Albertine, de The Slits, preferían un estilo de “guitarra rítmica escuálida”, inspirado con frecuencia en el reggae o el funk. Este estilo más compacto y descarnado de tocar la guitarra no pretendía llenar cada rincón del espacio sonoro, lo cual permitió que el bajo pasara al frente, abandonando su rol tradicionalmente insignificante, de apoyo, hasta transformarse en voz instrumental principal, que cumplía una función melódica incluso cuando se ocupaba de llevar el groove. En este sentido, los bajistas post-punk se ponían al día con las innovaciones de Sly Stone y James Brown, y aprendían del reggae roots y del dub contemporáneos. Al buscar un sonido militante y agresivamente monolítico, el punk en su mayor parte había purgado el elemento negro del rock, cortando los vínculos con el rhythm’n’blues y rechazando, al mismo tiempo, la música disco por escapista e insulsa. Hacia 1978, sin embargo, empezó a difundirse entre los círculos post-punk el concepto de una música dance peligrosa, expresada en términos de perverted disco y de avant funk.
Además de la sensualidad y el swing de la música dance, el punk había rechazado también todos los géneros compuestos (jazz-rock, country-rock, folk-rock, classical rock, etcétera) que proliferaron a comienzos de los setenta. Para los punks, este tipo de material olía a alardes de virtuosismo, a zapadas divagantes y a cháchara hippie del tipo“todo es música, ‘man’”. Definiéndose por contraste con este eclecticismo flácido, de puertas abiertas a cualquier cosa, el punk proponía un purismo estridente. Si bien a fines de los setenta la noción de fusión estaba desacreditada, el post-punk marcó el comienzo de una nueva fase en la búsqueda por fuera de los estrechos parámetros del rock, hacia la América negra y Jamaica, obviamente, pero también hacia África y otras zonas de lo que luego sería llamado world music.
El post-punk también reconstruyó puentes con el propio pasado del rock, sobre todo con amplias franjas de lo que había quedado emplazado extramuros cuando el punk declaró 1976 como Año Cero. El punk instaló un mito que todavía hoy sobrevive en algunos suburbios: la idea de que los años prepunk de comienzos de los setenta eran un páramo musical. En realidad, se trata de uno de los períodos más ricos y variados de la historia del rock. De modo tentativo, en un comienzo −después de todo, nadie quería ser acusado de hippie encubierto o de rocker progresivo disfrazado−, los grupos post-punk redescubrieron tales riquezas, tomando elementos del costado arty del glam (David Bowie y Roxy Music), de excéntricos que iban más allá del rock como Captain Beefheart, y recuperando en algunos casos las aristas más agudas del rock progresivo (como Soft Machine, King Crimson e, incluso, Frank Zappa). En cierto sentido, el post-punk era rock progresivo, solo que drásticamente racionalizado y revigorizado, con una sensibilidad más austera, sin ostentación de virtuosismo, por no mencionar sus mejores cortes de pelo.
Lo cierto es que algunos de los grupos post-punk más característicos –Devo, Throbbing Gristle, Cabaret Voltaire, This Heat– eran en realidad entidades prepunk, que existían de alguna u otra manera desde años antes del disco debut de los Ramones de 1976. Cuando sobrevino el punk, la industria discográfica sufrió una gran confusión, que volvió a los grandes sellos vulnerables a la sugestión y diluyó todas las reglas estéticas, de modo que cualquier anormal o extremista tenía de repente su oportunidad. A través de esta brecha abierta en el muro de los negocios, irrumpían, como de costumbre, toda clase de freaks sombríos que no dejaban pasar su chance de llegar a un público más amplio. Pero el post-punk reconocía su filiación a una clase particular de art rock, no en la pretensión del rock progresivo de fusionar guitarras eléctricas amplificadas con la instrumentación clásica y las composiciones extensas del siglo XIX, sino en la línea que va desde The Velvet Underground, por medio del krautrock y la vertiente más intelectual del glam (Bowie/Roxy Music), que respetaba el principio minimalista “menos es más”. Para un cierto grupo de hipsters, la música que los sostuvo durante el “páramo musical” de los setenta estaba formada por un racimo de espíritus afines –Lou Reed, John Cale, Nico, Iggy Pop, David Bowie, Brian Eno–, unidos por su procedencia o su deuda con The Velvet Underground, que habían colaborado entre sí en diversas combinaciones a lo largo del período.
 
Post-punk, La revolución inconclusa
Gang Of Four, influenciados por el efecto de extrañamiento de Brecht y de Godard, trataron de deconstruir el rock ¡incluso rockeando duro!
 
En particular, David Bowie se asoció con casi todas estas personas en diferentes ocasiones, ya sea produciendo sus discos o colaborando con ellos de otra manera. Fue el eje de conexión, el más grande diletante del rock, siempre en movimiento, buscando constantemente el próximo límite. Más que cualquier otro, fue Bowie la inspiración clave para el ethos post-punk del cambio constante. 1977 puede haber sido el año del debut de The Clash y de “Never Mind The Bollocks” de Sex Pistols, pero la verdad es que la música post-punk fue más profundamente afectada por los cuatro discos vinculados con Bowie editados ese año, sus propios “Low” y “Heroes”, y “Lust For Life” y “The Idiot” de Iggy Pop (ambos producidos por Bowie). Grabada en Berlín Occidental, esta impresionante seguidilla de discos impactó con fuerza en los oyentes que ya sospechaban que el punk-rock se revelaba como más de lo mismo. Los discos de Bowie e Iggy marcaron un distanciamiento respecto de los Estados Unidos y del rock’n’roll y un acercamiento hacia Europa y un sonido cool, controlado, modelado sobre la base de los ritmos motorik teutónicos de Kraftwerk y Neu!, donde los sintetizadores tenían un rol tan importante como las guitarras. En entrevistas, Bowie habló de su traslado a Berlín como un intento por separarse de los Estados Unidos, tanto musical (desde el momento en que el soul y el funk habían tenido influencia sobre “Young Americans”) como espiritualmente (un escape de la decadencia del rock’n’roll de Los Ángeles). Configurado a partir de esta deliberada hazaña de dislocación y autoalienación, “Low” hacía honor al título provisorio original del álbum, “New Music Night And Day”, especialmente en su sorprendente lado dos, una suite de atmósferas instrumentales sombrías y crepusculares, con cantos semejantes a lamentos sin palabras. “Low”, dijo Bowie, había sido una respuesta a la experiencia de “haber visto el Bloque Oriental, el modo en que Berlín Este sobrevivía en ese medio, que era algo que yo no podía expresar en palabras. Entonces se requerían ‘texturas’”. Por este motivo se inclinó hacia Brian Eno, texturólogo supremo, como su mentor y mano derecha durante la realización de “Low” y de “Heroes”. Ya influyente a causa de los ruidos de sintetizador que desplegaba en Roxy Music y en sus álbumes solistas proto-new wave, Eno se convirtió, después de la trilogía berlinesa de Bowie, en uno de los productores que definieron la era: documentó la escena no wave de New York, y trabajó con Devo, Talking Heads y U2. “Algunas bandas fueron a escuelas de arte –bromeó Bono en cierta ocasión–. Nosotros fuimos a Brian Eno”.
El nuevo europeísmo de Bowie y de Eno se hallaba en sintonía con la sensación post-punk de que los Estados Unidos –o al menos la Norteamérica blanca– eran política y musicalmente reaccionarios. A la hora de buscar inspiración contemporánea, el post-punk miraba hacia otros lugares más allá de la patria originaria del rock’n’roll, como la Norteamérica negra y urbana, Jamaica y Europa, entre otros. Para muchos post-punks, los singles más significativos de 1977 no eran “White Riot” ni “God Save The Queen”, sino “Trans-Europe Express”, un canto fúnebre metronómico de metal sobre metal para la era industrial compuesto por la banda alemana Kraftwerk, y el hit eurodisco de Donna Summer “I Feel Love”, producido a partir de sonidos sintéticos por Giorgio Moroder, italiano residente en Múnich. La electrónica disco de Moroder y el synthpop sereno de Kraftwerk conjugaron refulgentes visiones de una Neue Europa moderna, orientada hacia el futuro y auténticamente post-rock, en el sentido de no tener prácticamente deuda alguna con la música estadounidense.
Junto con la radicalización de la forma del rock con dosis de ritmo negro y electrónica europea, los artistas post-punk estaban igualmente comprometidos con una radicalización del contenido de la ecuación musical. El acercamiento del punk a la política –furia cruda o protesta agit-pop– resultaba demasiado simple, demasiado panfletario a los ojos de la vanguardia post-punk, por lo que pretendieron desplegar técnicas más sofisticadas y oblicuas. Gang Of Four y Scritti Politti abandonaron el estilo de denuncia directa de “decir las cosas como son”, optando por letras que exponían y dramatizaban los mecanismos de poder operantes en la vida cotidiana. “Cuestiona todo”era la frase del momento. Estas bandas demostraban que “lo personal es político” al diseccionar el consumismo, las relaciones sexuales, las nociones de sentido común acerca de qué es natural o normal y los modos en que las vivencias más espontáneas y más íntimas se hallan en realidad determinadas de antemano por fuerzas superiores. Al mismo tiempo, las más agudas de entre tales agrupaciones capturaron el modo en que “lo político es personal”, ilustrando los procesos por medio de los cuales los acontecimientos actuales y las acciones de gobierno invaden la vida cotidiana y acechan los sueños y las pesadillas privadas de cada uno.
En lo que respecta al compromiso político entendido en su sentido convencional –referido al mundo de las manifestaciones, el activismo de base y la lucha organizada–, las bandas post-punk eran más ambivalentes. Como bohemios inconformistas, se sentían incómodos con la política de la solidaridad o las llamadas a acatar la línea del partido. Consideraban que la franqueza demagógica de ciertos músicos abiertamente politizados de la época (como Crass o Tom Robinson) era demasiado literal y antiestética, y creían que ese sermón no solo resultaba condescendiente con el oyente, sino que la mayoría de las veces se revelaba como ejercicio inútil de “prédica para conversos”. Si bien muchos de los grupos post-punk participaron de Rock Against Racism (Rock contra el racismo), mantenían una actitud reticente con RAR y su colectivo hermano, la liga antinazi, por sospechar que se trataba de frentes de la izquierda militante del Partido de los Trabajadores Socialistas, que otorgaba valor a la música exclusivamente en cuanto herramienta de radicalización y movilización de la juventud. Al mismo tiempo, el post-punk heredó los sueños del punk de resucitar la música rock como fuerza de cambio, si no del mundo, al menos de la conciencia de los oyentes individuales. Pero en lugar de que la música sirviera de plataforma meramente neutral para el agit-pop, esta forma de radicalismo se manifestaba tanto en las letras como en el sonido. Más aún, el potencial subversivo de las letras dependía tanto de sus propiedades estético-formales (el grado de innovación en el nivel del lenguaje o de la narración) como del mensaje o la crítica que transmitían.
 
Post-punk, La revolución inconclusa
Mark E. Smith, de The Fall, inventó una suerte de realismo mágico de la Inglaterra del norte que mezclaba la mugre industrial con lo sobrenatural y lo extraño, mientras que Martin Bramah puso en práctica un estilo de “guitarra rítmica escuálida”.
 
El post-punk fue un asombroso período de experimentación letrística y vocal. Mark E. Smith, de The Fall, inventó una suerte de realismo mágico de la Inglaterra del norte que mezclaba la mugre industrial con lo sobrenatural y lo extraño, todo vocalizado mediante intervenciones de una sola nota que se ubicaban en algún lugar a mitad de camino entre el monólogo motorizado por las anfetaminas y el relato de desorientación etílica. La gestualidad agitada, neurótica de David Byrne encajaba perfectamente con su irónico y seco examen de temas tan lejanos al rock como animales, burocracia, “edificios y comida”. Mark Stewart, de The Pop Group, aullaba encantamientos cargados de imágenes, como un cruce entre Artaud y James Brown. Este fue también un gran período para la expresión propiamente femenina: perspectivas nunca escuchadas hasta el momento en los tonos disonantes de The Slits, Lydia Lunch, Ludus y The Raincoats. Otros cantantes-letristas –Ian Curtis, de Joy Division, Paul Haig, de Josef K– se habían abismado en el malestar sombrío y en la angustia asfixiante de Dostoievski, Kafka, Conrad y Beckett. A la manera de micronovelas de tres minutos, sus canciones lidiaban con dilemas existencialistas clásicos: la lucha y el sufrimiento de ser un “yo”; amor contra aislamiento; el absurdo de la existencia; la capacidad humana para la perversión y el resentimiento; la eterna sentencia: “Suicidarse: ¿por qué no?”.
Enfrentando estos aspectos atemporales de la condición humana, el post-punk también intervenía en el Zeitgeist político. Especialmente, en los tres años que transcurrieron entre 1978 y 1980, las dislocaciones causadas por la mutación económica y la agitación geopolítica generaron una tremenda sensación de tensión y de temor. Gran Bretaña fue testigo del resurgir de la extrema derecha y de los partidos neofascistas, tanto en la política electoral como en las formas sangrientas de la violencia callejera. La Guerra Fría alcanzó un pico de frialdad inédito. La revista musical más conocida de Inglaterra, ‘New Musical Express’, publicaba regularmente una columna llamada “Rubias de plutonio”, en torno al despliegue de los misiles crucero estadounidenses en territorio británico. Singles como “Breathing” de Kate Bush y “The Earth Dies Screaming” de UB40 introdujeron la angustia nuclear en el Top 20 e innumerables grupos post-punk –desde This Heat, en su disco conceptual “Deceit”, hasta Young Marble Giants, con su clásico single “Final Day”– le cantaban al Armagedón como posibilidad crucial e inminente.
Parte de lo conmovedor de este período de música disidente reside en su creciente falta de sincronía en relación con la cultura en sentido más amplio, que estaba produciendo un viraje a la derecha. El período post-punk comenzó con la parálisis, frustración y estancamiento de la política de izquierda liberal, bajo el gobierno de centro-izquierda del primer ministro laborista Jim Callaghan y el presidente demócrata Jimmy Carter. Callaghan y Carter fueron casi simultáneamente desplazados por Margaret Thatcher y Ronald Reagan, líderes de derecha populistas (y populares) que impulsaron políticas económicas monetaristas que resultaron en desempleo masivo y en una profundización de las fracturas sociales.
Introduciéndonos en un largo período de política conservadora que duró doce años en los Estados Unidos y dieciséis en Inglaterra, Thatcher y Reagan representaban un masivo contragolpe tanto para los contraculturales sesenta como para los permisivos setenta. En respuesta, el post-punk intentó construir una cultura alternativa con su propia infraestructura independiente de sellos, distribuidoras y disquerías. La necesidad de “control completo” (sobre el cual The Clash solo podían cantar amargamente, luego de haber cedido la canción que llevaba ese título a la CBS) condujo al nacimiento de sellos independientes pioneros tales como Rough Trade, Mute, Factory, Subterranean y SST. El concepto de do it yourself (hazlo tú mismo) proliferó como un virus, propagando toda una pandemia de cultura samizdat –el término “samizdat” se refiere a la difusión clandestina de literatura prohibida por el régimen soviético y, por extensión, también por los gobiernos comunistas de Europa del Este durante la Guerra Fría. [N. de la T.]–: bandas que editaban sus propios discos, promotores locales que organizaban recitales, colectivos de músicos que creaban espacios para que las bandas pudiesen tocar, pequeñas revistas y fanzines que funcionaban como medios de comunicación alternativos. Los sellos independientes conformaban una especie de microcapitalismo anticorporativo, basado menos en una ideología de izquierda que en la convicción de que los sellos más importantes eran demasiado lentos, faltos de imaginación y orientados a lo comercial para alimentar la música más crucial del momento.
El post-punk estaba comprometido con las políticas de la música misma así como con cualquier otra cosa que sucediera en el “mundo real”. La intención era sabotear la fábrica de sueños del rock, esa industria del ocio que encauzaba la energía y el idealismo de la juventud hacia un cul-de-sac cultural mientras producía, al mismo tiempo, enormes masas de ganancia para el capitalismo corporativo. El término rockism (rockismo), acuñado por el grupo de Liverpool Wah! Heat, se diseminó como la síntesis de todo un conjunto de rutinas anquilosadas que restringían la creatividad y suprimían la sorpresa. Los canales de acción establecidos que los post-punk se negaban a perpetuar iban desde las técnicas convencionales de producción (como el uso del reverb para darle a los discos una sensación de sonido en vivo, grabado en un gran ambiente) hasta los predecibles rituales de giras y recitales (algunas bandas post-punk rehusaban hacer bises, mientras que otras experimentaban con el arte multimedia y el arte performático). Con el fin de romper el trance de normalidad del negocio del rock y sacudir al oyente hacia una zona de lucidez, el post-punk rebosaba de críticas metamusicales y de micromanifiestos, canciones tales como “Part Time Punks” de Television Personalities y “A Different Story” de Subway Sect tematizaban el fracaso del punk y especulaban acerca del futuro. Parte de esta aguda autoconciencia del post-punk provenía de la sensibilidad radicalmente autocrítica que rodeaba el arte conceptual de los setenta, cuando el discurso en torno a la obra era tan importante como los objetos artísticos en sí mismos.
 
Post-punk, La revolución inconclusa
Talking Heads transformaron un poema sonoro de Hugo Ball en una pista de dance disco-tribal: “I Zimbra”.
 
La naturaleza metamusical de gran parte del post-punk ayuda a explicar el extraordinario poder de la prensa de rock durante ese período, con algunos críticos que llegaron, incluso, a tomar parte en el modelo y la orientación de la cultura post-punk. Este rol creciente de los periódicos musicales comenzó con el punk. Como la radio y la TV en general despreciaron el punk, como los medios gráficos masivos eran en su mayor parte hostiles y durante un tiempo les resultó muy difícil a los grupos punk conseguir fechas para tocar, los semanarios musicales británicos –‘New Musical Express’ (NME), ‘Sounds’, ‘Melody Maker’ y ‘Record Mirror’– asumieron una enorme importancia. De 1978 a 1981, el NME, líder del mercado, tenía una circulación que oscilaba entre los 200.000 y los 270.000 ejemplares, cuyo público real de lectores era tres o cuatro veces mayor que esa cifra. El punk movilizó una enorme audiencia que buscaba un camino hacia el futuro y que estaba dispuesta a ser guiada. La prensa musical no tenía prácticamente rivales en esta función: las revistas mensuales de interés general (como ‘Q’) o las revistas de tendencias (como ‘The Face’) aún no existían, y la cobertura del pop en los diarios reconocidos era muy reducida.
En consecuencia, la prensa musical tuvo una enorme influencia, y determinados escritores –los impulsivos, los aquejados por complejos mesiánicos− disfrutaron de un prestigio y de un poder que hoy resultan difíciles de imaginar. Al identificar (y exagerar) las conexiones entre grupos y articulando los manifiestos no escritos de estos movimientos y escenas con base en distintas ciudades, los críticos lograron intensificar y acelerar el desarrollo de la música post-punk. En ‘Sounds’, desde fines de 1977 en adelante, Jon Savage defendía la categoría de “new musick” –el término “new musick” es un neologismo compuesto por “music” y “sick”: “nueva música enferma”. [N. de la T.]– para nombrar el costado de ciencia ficción distópico-industrial del post-punk. Desde NME, Paul Morley pasó de mitologizar Manchester, y a Joy Division, a imaginar el concepto de “new pop”, antes de inventar grupos como Frankie Goes To Hollywood y Art Of Noise. Garry Bushell de ‘Sounds’ era el ideólogo del oi! Esta combinación deactivistas críticos y de músicos cuyo trabajo era una forma de criticismo activo sirvió de combustible a un síndrome de evolución de carácter arrollador. Una tendencia competía con otra y cada nuevo desarrollo se veía rápidamente seguido de una etapa reactiva o de un viraje brusco. Todo esto contribuía a un sentimiento temporal de vertiginosa proyección hacia el futuro, a la vez que aceleraba la desintegración de la unidad del punk en diversas facciones post-punk en pugna.
Los músicos y los periodistas fraternizaron considerablemente durante esta época, una afinidad relacionada tal vez con el sentido de mutua solidaridad entre camaradas en la guerra cultural del post-punk contra la Vieja Ola, pero también con las luchas políticas del momento. Los roles se intercambiaban. Algunos periodistas tocaban en bandas o grababan discos, y había músicos que escribían reseñas de discos, como David Thomas, de Pere Ubu (bajo el seudónimo de Crocus Behemoth), Steven Morris, de Joy Divison, y Steve Walsh, de Manicured Noise. Dado que tantas personas involucradas en el post-punk no eran inicialmente músicos o provenían de otros campos artísticos, la brecha entre aquellos que “hacían” y aquellos que “comentaban” no era tan amplia como en la era prepunk. Genesis P-Orridge, de Throbbing Gristle, por ejemplo, se describía a sí mismo como escritor y pensador, no como músico. Incluso llegó a utilizar el adjetivo “periodístico” como un término descriptivo positivo para explicar la aproximación documentalista de Throbbing Gristle a las ásperas realidades posindustriales.
Los cambios en el estilo y en los métodos de la composición de rock intensificaron la sensación post-punk de un avance vertiginoso hacia toda una nueva era. Los periodistas de música de principios de los setenta solían combinar las virtudes tradicionales de la crítica (objetividad, documentación sólida, conocimiento autorizado) con una soltura e informalidad rockera influenciada por el nuevo periodismo. Este estilo relajado, cercano a la oralidad –plagado de slang, guiños y referencias a drogas y chicas–, no le sentaba bien al post-punk. Los pilares intelectuales de la vieja crítica de rock –la indisciplina masculina entendida como rebelión, la locura como genialidad, el culto a la credibilidad callejera y a la autenticidad– eran algunas de las posiciones que estaban siendo revisadas y desafiadas por la vanguardia anti-rockista. Emergió una nueva generación de periodistas musicales, cuya escritura parecía estar hecha del mismo material que el tipo de música que defendían. La urgencia sin ornamentos y las líneas directas de su prosa reflejaban la austeridad metálica de grupos como Wire, Siouxsie And The Banshees y Gang Of Four, del mismo modo que, en la estética del diseño de las tapas de los discos de la época, predominaba una geometría de volúmenes puros y definidos, ángulos marcados y bloques de colores primarios. La nueva escuela de escritura musical fusionaba puritanismo y actitud lúdica de un modo que se diferenciaba del estilo informal del viejo periodismo de rock, al tiempo que perforaba un denso núcleo de certezas, todos aquellos presupuestos ocultos y nociones implícitas acerca de la naturaleza del rock.
 
Post-punk, La revolución inconclusa
Throbbing Gristle, una entidad prepunk que existía desde años antes del disco debut de los Ramones de 1976, se aproximaron de un modo documentalista a las ásperas realidades posindustriales.
 
Los temas sobre los que hablaban las bandas y los periodistas también contribuían a esa sensación de ingreso a una nueva era. En la actualidad, una entrevista con una banda de rock tiende a convertirse en una lista sábana de influencias musicales y referentes, de modo tal que la historia de la agrupación queda típicamente reducida a un itinerario a través del gusto. Este tipo de rock de coleccionismo de discos no existía en la era post-punk. Las bandas mencionaban sus fuentes de inspiración musical, por supuesto, pero también tenían muchas otras cosas en mente –política, cine, arte, libros–. Algunos de los grupos más comprometidos políticamente sentían, en realidad, que hablar de música sin más en una entrevista era autogratificante o trivial. Se sentían obligados a discutir temas serios, lo cual hoy suena a puritano, pero contribuía a reforzar la impresión de que el pop no era una categoría fragmentada, aislada del resto de la realidad. Esta reticencia a la hora de discutir influencias musicales también contribuía a crear la sensación de que el post-punk representaba una ruptura absoluta con la tradición. Parecía que los ojos y los oídos de esta experiencia cultural estaban orientados hacia el futuro, no hacia el pasado, con bandas que se trenzaban en una competencia furibunda por alcanzar los ochenta unos años antes de que llegaran.
Asignándose una misión y volcándose íntegramente en el presente, el post-punk suscitó un vibrante sentimiento de urgencia. Los discos nuevos eran sustanciosos, rápidos, con un clásico detrás de otro. Incluso los experimentos incompletos y los fracasos interesantes eran portadores de una poderosa carga utópica y contribuían a una estimulante conversación colectiva. Algunos grupos existían más en el nivel de las ideas que en el de las propuestas plenamente realizadas, pero, sin embargo, marcaban la diferencia por su sola existencia y por tener buenas apariciones en la prensa.
Muchos grupos nacidos durante el período post-punk siguieron gozando de enorme fama en el mainstream: New Order, Depeche Mode, The Human League, U2, Talking Heads, Scritti Politti y Simple Minds. Otras figuras menores durante la época alcanzaron el éxito posteriormente bajo otros ropajes, como Björk, KLF, Beastie Boys, Jane’s Addiction y Sonic Youth. Pero la historia del post-punk, definitivamente, no fue escrita por los vencedores. Existen docenas de bandas que grabaron discos que marcaron hitos, pero que nunca alcanzaron más que el estatus de grupos de culto, obteniendo el dudoso premio consuelo de haber sido influencias o referentes de las megabandas de rock alternativo de los noventa (Gang Of Four engendró a Red Hot Chilli Peppers; Throbbing Gristle concibió a Nine Inch Nails y Talking Heads incluso aportó su nombre a Radiohead). Centenares de otros grupos grabaron solo uno o dos singles sorprendentes, para luego desaparecer casi sin dejar rastros. Detrás de los músicos había todo un gran marco de catalizadores, guerreros culturales, facilitadores e ideólogos que fundaron sellos discográficos, trabajaron como mánagers de bandas, se transformaron en productores de avanzada, publicaron fanzines, administraron disquerías especializadas, promovieron recitales y organizaron festivales. Cierto es que el prosaico trabajo de crear y mantener una cultura alternativa carece del glamour que el punk depositaba en la gestualidad pública del atentado y del terrorismo cultural. Destruir es siempre más espectacular que construir. Pero el post-punk tuvo permanentemente una actitud constructiva y abierta al futuro. En el propio prefijo “post” se enraizaba la fe en un futuro que el punk había decretado como inexistente.
La simple postura de la negación, del estar en contra, creó unidad por algún tiempo. Pero en cuanto surgió la pregunta crucial –¿a favor de qué estamos?”–, el movimiento se desintegró y se dispersó. Cada tendencia nutrió su propio mito acerca del origen y sentido del punk, a la vez que su propia visión acerca de cómo seguir adelante. Sin embargo, por debajo de la fragmentada diáspora de los años del post-punk, todavía perduraba una herencia común recibida del momento punk, a saber, una renovada creencia en el poder de la música, junto con el sentimiento de responsabilidad que acompañaba a esta convicción, y que fue lo que a su vez hizo que valiera la pena seguir luchando por definir la pregunta “¿y ahora hacia dónde?”. El efecto colateral de todas estas divisiones y desacuerdos fue la diversidad, una fabulosa riqueza de sonidos e ideas que hacen que este período rivalice con los sesenta en el rubro “Edad de Oro de la música”. 
Publicado en la web de Rockdelux el 3/4/2014

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